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El camino a la civilización comienza con la granja y los cultivos. En el momento en el que el ser humano no pudo alejarse de las matas que recolectaba y debía cuidar, se puso la primera piedra de la aldea que se acabará convirtiendo, con el paso de los siglos, en la gran urbe de hoy. Unas ciudades que concentrarán el 66% de los 9.700 millones de personas que, estima la ONU, habrá en el 2050. Una cantidad enorme de gente a la que habrá que alimentar y proteger del cambio climático. La agricultura es, irónicamente, al mismo tiempo, damnificada y causa del calentamiento global.
Según la FAO, granjas, cultivos y demás aportan más del 20% de las emisiones globales de gas invernadero antropogénico, a las que hay que sumar que la intensificación agrícola, necesaria para alimentar a un número creciente de personas, ha perjudicado a los ecosistemas terrestres y acuáticos en todo el mundo.

«La duplicación de la producción durante los últimos 35 años estuvo asociada con el aumento de 6,9 veces la fertilización con nitrógeno, de 3,5 veces la fertilización con fósforo y de 1,7 veces las tierras irrigadas», explica la organización en un texto.

Mientras, el aumento de las temperaturas dificulta la siembra y la ganadería. Aunque zonas frías como Siberia o Islandia podrían empezar a cultivar nuevas plantas, el cómputo global será negativo. África sería, para variar, la región más afectada. John Vidal ponía el ejemplo de Tanzania en The Guardian. Un informe oficial del país apuntaba a que el cultivo del maíz, un producto básico, podría disminuir un 33%. Otro estudio de Worldwatch asegura que la subida del nivel del mar anegará partes de Gambia, Nigeria, Egipto… Ante esta problemática, muchos apuntan a una solución: los robots granjeros.

La entrada de una automatización total en los campos de producción tendrá, al parecer, varios efectos. Además de reducir los recursos necesarios, como el agua, y la aplicación de contaminantes, como los pesticidas, convertiría uno de los trabajos más antiguos del mundo en una profesión de alta tecnología, alejándola de la imagen del agricultor que se levanta a las 5 de la mañana para ir al campo a ganarse el pan con el sudor de su frente. La Unión Europea, consciente de este potencial, financia seis proyectos a largo plazo relacionados con la agricultura robótica.

Entre ellos está el Sweeper, un acrónimo para Sweet Pepper Robot. «Este proyecto nace del European FP7-project CROPS, una investigación global sobre robots para agricultura donde una de las aplicaciones era un cosechador de pimientos», explica en un correo electrónico Jochen Hemming, investigador senior de Computer Vision y Robotics in Horticulture de la universidad holandesa de Wageningen, «así que hace un año cogimos la tecnología que desarrollamos ahí y empezamos a introducirla, probarla y validarla en condiciones del mundo real». Su objetivo es poner en el mercado la primera generación de robots cosechadores, «algo que hasta ahora nunca se ha logrado y que aseguraría a Europa el liderazgo de este campo».

Detrás del Sweeper hay un consorcio internacional formado por seis socios de cuatro países —Holanda, Bélgica, Suecia e Israel—, que agrupan a horticultores, ingenieros, expertos en sensores, programadores… Aunque la tecnología está en desarrollo y de momento no pueden compartir demasiado al respecto, el futuro agricultor automático «usa un brazo industrial equipado con cámaras en 3D y color, y un sensor de iluminación con el que detectará la fruta, su grado de maduración y evitará obstáculos».

Pese a su optimismo, lo cierto es que el proceso y la metodología son complicados. En las últimas pruebas prácticas que realizaron en un invernadero de pimientos holandés, los resultados fueron esperanzadores pero insuficientes. Aunque se logró que el robot cosechase y reconociese las hortalizas, su ratio de éxito fue de un escaso 33%, y coger cada fruta le costaba de media 94 segundos.

«Lo importante aquí es que pudimos hacer un análisis detallado de los fallos y ahora los estamos subsanando», cuenta Hemming. Las mayores dificultades para su robot serían «un ambiente desordenado», «las condiciones hostiles y cambiantes del invernadero como la humedad, las altas temperaturas o la variante luz», «el espacio limitado entre plantas», «que la vegetación tape los frutos» y, por supuesto, «la factibilidad económica del sistema». Estos problemas pueden aplicarse a casi cualquier sistema de lo que se llama AgTech.

En España, donde la agricultura es un sector de gran importancia, el proyecto RHEA representa principalmente al país dentro de esa línea de financiación de la Unión Europea. Su investigador principal es Pablo González de Santos, del CSIC, y el objetivo es desarrollar una flota de tractores y drones autónomos que sean capaces de distinguir entre malas hierbas y cultivos y actuar en consecuencia. Así, se lograría que los drones ahorrasen un 75% de herbicidas al aplicarlos solo en las zonas necesarias, combinado con que los tractores arrancasen el 90% de las malas hierbas.

Pese al entusiasmo y la cantidad de compañías dedicadas a este tema, aún quedan muchos años antes de ver una aplicación comercial real. De vez en cuando aparecen noticias anunciando la apertura inminente de una granja completamente automatizada o que serán robots quienes trabajen de nuevo la tierra situada alrededor del desastre nuclear de Fukushima, pero son excepciones y quedan muchas incógnitas. Quizá el caso más poético sea el de los robots para acarrear ganado. Ante esto cabe parafrasear a Philip K. Dick y preguntarse:

¿Sueña el dron pastor con ovejas eléctricas?

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